Almeida también baila

Cuando en Madrid se mira al cielo, en las cavas abovedadas y enladrilladas de la vieja villa se baila. Mucho antes de que Almeida fuese alcalde, allá en el franquismo, el baile en Madrid era un acto subversivo, transgresor y libertino. La anarquista Emma Goldman nunca llegó a decir "si no puedo bailar no es mi revolución", pero bien podría haberlo dicho, que es lo que cuenta. Como se cuenta que en la dictadura el baile estaba sometido a una triste y permanente vigilancia, porque el calor de dos cuerpos pegados era un acto criminal de villanía –a salvo estaba el chotis, castizo e imperial–.

En las mascaradas nocturnas del Madrid de posguerra y en el tardofranquismo, a salvo de los censores, la capital bailaba. Diputados en Cortes, banqueros con gorra de visera, funcionarios de manguito, prostitutas de toda laya y homosexuales antes de Chueca. Las sombras como guarida de los anónimos que bailaban como si no hubiese un mañana. Una buena noche del verano de 1960, Marlene Dietrich cantó con su voz de arena y brea en la sala de fiestas Pavillon, actual Casa de Vacas del parque del Retiro. Y Lili Marleen sonó como un témpano de hielo estival en un Madrid que se estremecía, tan diferente al Madrid actual del Florida Park, a escasos metros del antiguo cabaret. Ahora la nueva muchachada tardea en los jardines, sin que nadie recuerde que una noche Lola Flores perdió un pendiente que media España buscaba en televisiones en blanco y negro. Parte de los invitados de la boda patean los nuevos clubes del Retiro en busca de un amor revenido. Danzad, danzad, malditos.

Dicen los que saben, que no son pocos, que en toda historia de amor hay un baile. En los bestiarios del viejo Madrid y en la mitología castiza antes de que el Marqués de Salamanca ensanchara la ciudad, la Gran Vía era el eje del inframundo. Allí se gestaron no pocos romances abreviados y matrimonios asincopados. Hasta Ava Gardner transitó como una tachuela por la insolente noche de un Madrid zumbón.

Almeida y Urquijo, Urquijo y Almeida. Lo intentaron con el chotis, que no es un arte sencillo. La mujer, con su camisa sin botón, gobierna, porque es ella la que debe mandar, para descanso del alcalde sin bastón. Él se debe dejar llevar, como solo saben hacerlo quienes realmente se dejan. Y, entre el mito y el misticismo, ella describe una rotación circular perfecta, mientras él ordena el compás, sin mover las suelas del ladrillo, alternando el peso en uno y en otro pie. Como en la política, a izquierda y a derecha. Porque desde que en un lejano lugar de Bohemia surgiese la polca y luego llegase a Madrid, son muchos los madrileños que han ensayado molinetes y giros a lo ‘torci’. También los novios que, con el tiempo, mejorarán. Esperemos.

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