El eclipse

Ni la campaña para las presidenciales ni la guerra en Gaza ni la de Ucrania, esta semana en los Estados Unidos el acontecimiento más popular ha sido el eclipse de sol. Sin duda, el más visto de la historia. No uno de esos que muerden o recortan los perfiles de la luna sino un eclipse total de los que consiguen que se haga la noche en pleno día. Es un fenómeno muy infrecuente y, por tanto, cargado de notoriedad y de emoción. Allí, en América, tendrán que esperar al 2033 para asistir a otro, pero aquí, en España, veremos un triplete de eclipses entre 2026 y 2028 después de que en la Península no aconteciera desde 1912. Esos fenómenos son el resultado de una simple coincidencia cósmica, la luna se interpone entre la tierra y el sol y, aunque es 400 veces más pequeña que el astro rey, al estar 400 veces más cerca de nosotros, lo tapa por completo dejándonos unos minutos a oscuras.

Esto se sabe hoy en día con todas sus explicaciones técnicas y disponiendo de sofisticados instrumentos al servicio de la astronomía. Imaginemos, sin embargo, lo que debieron ser los albores de esa ciencia y del poder que ostentaron quienes fueron capaces de acceder al conocimiento temprano de este tipo de fenómenos. El ejemplo más notable lo cuenta el historiador Heródoto durante la guerra entre los medos y los lidios en el siglo VI antes de Cristo. Después de seis años de enfrentamientos, Tales de Mileto pronosticó que el día se convertiría en noche haciendo entender a ambos contendientes que era un reproche divino y firmaron la paz.

A lo largo de la historia han sido muchos los gobernantes que han contado con astrónomos entre sus asesores más próximos con la idea de predecir cualquier acontecimiento cósmico que les pudiera alumbrar. Siempre fueron, sin embargo, más influyentes los astrólogos que los astrónomos, dos términos que por desgracia se han confundido demasiado. La astronomía estudia los cuerpos celestes y cuantos objetos se hayan en el espacio, mientras que la astrología interpreta la posición y movimiento de los astros por la supuesta influencia en la vida y el devenir de los humanos.

La astronomía es una ciencia, la astrología no lo es, aunque su pretendida videncia ha seducido a personajes muy poderosos de todos los tiempos. No hace falta remontarse al Imperio romano o la Edad Media, Adolf Hitler tomaba decisiones estratégicas consultando previamente a su astrólogo de cabecera y Winston Churchill, que lo sabía, aunque sin fe en ellos, tenía a otro interpretando las cartas astrales para conocer las posibles indicaciones del vidente de su enemigo. Como al Tercer Reich le fue fatal con las predicciones, aquel astrólogo de Hitler terminó en el campo de concentración de Buchenwald. Personajes como Fidel Castro o Jair Bolsonaro contaban también con un charlatán en su nómina consultando a los astros. Y aquí Jordi Pujol visitaba a una vidente, aunque no la pagaba ni la voluntad.

Las culturas ancestrales siempre interpretaron los eclipses tanto parciales como totales como un mal augurio que anticipaba desastres. La ciencia ha comprobado que no tienen influencia alguna sobre los seísmos, inundaciones u otros fenómenos potencialmente destructivos y en los registros con que se cuenta tampoco se ha llegado a establecer relación alguna entre los eclipses y las catástrofes. Ni en un sentido ni en otro, porque no hubo eclipse el año en que un afamado astrólogo puertorriqueño aseguró que Donald Trump nunca llegaría a la presidencia de los Estados Unidos y terminó en la Casa Blanca. Si esa desgracia se repite ahora, no le echemos la culpa al eclipse sino a la estupidez humana.

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